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Chipo Martínez

    Chipo Martínez

    Todos los que se consideraban admiradores de los Teddy Boys, recuerdan y añoran sus prestigiosos «solos».

     

    Conocía a Pepe desde los tiempos que hacíamos creer a nuestros padres que estudiábamos en el instituto. Aunque fue la música la que logró relacionarnos más a fondo, porque en esa época, ambos comenzamos a jugar ser músicos. Él, con tambores de juguete, alguna guitarra y su primo Alfonso, dio ese primer paso que le permitió decir con suficiente entidad, «yo soy batería» el día que se encontró con Juan Morata, Juan Miguel González y Paco Carreño. Era el día del germen de «Teddy Boys».

    El salto que existe entre decir «juego a ser músico» a ser músico de verdad, no es gratuito ni vanal; Pepe, con una voluntad granítica, echó todas las horas necesarias para darlo con éxito. Su manejo de la caja, con sus redobles (de uno o más rebotes), tresillos, paradidles, etc., era envidiado y admirado por muchos de sus colegas. Incluso en los tiempos en que podría haberse dormido en los laureles -años setenta, ochenta o noventa-, se encerraba en el local, a estudiar duro, aquellas mañanas o tardes que no teníamos ensayo con los Teddy Boys.

    Todos los que se consideraban admiradores de los Teddy Boys, recuerdan y añoran sus prestigiosos «solos». Esperaban, expectantes, el momento en que le tocaba hablar a la batería. Quillo sabía decir muchas cosas con solo dos palillos y unos cuantos tambores. Un solo de batería podría llegar a sonar como algo árido y cansino, pero él lo convertía en un espectáculo de fórmulas rítmicas muy atractivas, casi cautivadoras.

    A mediados de los sesenta, cuando pertenecíamos a bandas «rivales» (él militaba en Teddy Boys y yo, en Los Gringos), a menudo pasaba por el Club Náutico, que era su sede oficial, para charlar de música o verlos ensayar. Una tarde, estaban encajando el célebre tema de Los Sirex «Que se mueran los feos», una cancioncilla algo ramplona y comercial, pero que se iniciaba con dieciséis compases de percusión, a base de redobles y «riffs» que componían un mini-solo de batería. Pepe lo abordó con tanta soltura que parecía el efecto del propio disco. Ese día empecé a ver a Quillo como a un batería al que había que tener en cuenta. Y no me equivoqué. A lo largo de su carrera, todos lo han puntuado como un batería sólido. Tenía «sonido» y sus golpes se podrían definir como muy eficientes. Manejaba todos los estilos (cosa que no pueden decir muchos de sus colegas), desde los ritmos afrocubanos y latinos, hasta el Jazz clásico o la Fusión, pasando por la rumba flamenca o el pasodoble, el cual dominaba con elegancia y sabiduría.

    Hace poco tiempo, me encontré con un viejo conocido de los Teddy Boys, alguien que en los ochenta mantenía bastante relación con el grupo. Como es lógico, se interesó por el paradero de cada uno de nosotros, Salvador, Antonio, Pepe Amat y, cómo no, Quillo. Era evidente que no sabía nada de su pérdida. Cuando le expliqué que ya hacía varios años que nos dejó, no se lo podía creer. Me dijo, con clara afectación, como resumiendo lo injusta que es la vida: «Hay personas que no deberían morirse nunca». Esa frase encierra el deseo, que todos sentimos, de disfrutar, para siempre, de la gente que apreciamos, admiramos o necesitamos, y revela la poca solvencia del ser humano para afrontar una pérdida o llenar un vacío. Anhelamos sentir que nada va a cambiar en nuestro entorno, que siempre tendremos a nuestro lado a la familia o a los amigos. Pero no es egoísmo; es desamparo.

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